Año 7 - Edición semanal - ISSN 2422-7226

La impunidad sigue libre en los Antiguos, el caso Nicolás Lorenzo Sosa

ISSN 2422-7226

Año 5 / Edición XXXX / Caleta Olivia / 15-01-2021 / ISSN 2422-7226

Por Mempo Giardinelli

Nicolás Lorenzo Sosa… 06 de Enero de 1999, la injusticia sigue vagando por la localidad de Los Antiguos, un asesinato sin culpables.

Los Antiguos, sobre la cordillera de los Andes, es un pueblo rico en plantaciones de cerezas y frutillas, y paramos aquí porque hay pavimento y decidimos darles descanso a nuestros riñones. Llevamos mil kilómetros de andar entre las piedras, a los saltos, y nos place entrar en este sitio bucólico, precioso, donde unas cuatro mil almas viven al lado del imponente lago Buenos Aires, que parece un mar bravío (es el segundo lago más grande de Suramérica después del Titicaca). Sin embargo siento de inmediato un aire extraño, como si hubiera alguna mala onda en el aire. No me hago caso, y en el hotelito que nos aloja, miro distraídamente un retrato en una pared, detrás del mostrador: un muchacho sonriente, bajo el cual hay dos gruesos signos de interrogación. En el almacén en el que compramos unas vituallas vimos el mismo retrato, en la vidriera, fotocopiado. Pero estamos exhaustos, y después de una cena liviana nos vamos a dormir. Y duermo mal, como si algo inexplicable, ominoso, anduviera por las paredes. Y cuando a la mañana siguiente voy temprano a una panadería a comprar facturas, burlándome de mí mismo y de lo sugestionable que soy, el chico del cartel fotocopiado vuelve a llamarme la atención. Esta vez me acerco y, junto a la foto, leo la letra completa de Sólo le pido a Dios de León Gieco, con los versos «que la justicia no me sea indiferente» subrayados.

Pregunto, y la historia que me refieren es brutal. El pibe se llamaba Nicolás Lorenzo Sosa y el 6 de enero del año pasado cumplió 18 años. Esa noche sus amigos le organizaron una celebración con la burda consigna de «hacerlo macho». Para ello siguieron las indicaciones de unos tipos más grandes, treintones, casados, gente conocida del lugar, porque en Los Antiguos todos se conocen. Liderados por los más grandes, entre ocho o diez lo mantearon, lo cubrieron de harina, lo pasearon desnudo por todo el pueblo, y el rito de iniciación fue creciendo en intensidad y brutalidad. En un momento le ataron una tanza alrededor del pene y lo obligaron a caminar tironeándolo. Después lo dejaron atado con alambres a un árbol durante un buen rato en la fría noche. Finalmente lo llevaron a la casa de una maestra que estaba de vacaciones, en las afueras del poblado, y allí lo pintaron con esmalte sintético de colores diversos. El pobre chico se sentía desfallecer y pedía, a gritos, que se acabara la tortura, porque para entonces el festejo era pura brutalidad. Pero el bestiario nacional, cuando se desata, no acepta límites: como Nicolás Lorenzo Sosa -siempre con las manos atadas- lloraba y gritaba que le ardía demasiado la piel, uno de sus amigotes fue a buscar un bidón de nafta a la YPF del pueblo. Lo metieron en el baño de la casa y con el combustible empezaron a limpiarlo, entre risotadas y burlas, hasta que uno de los tipos encendió un cigarrillo y, por supuesto, Nicolás Lorenzo Sosa se prendió fuego, y en seguida ardió toda la casa.

El chico salió corriendo como pudo y se revolcó entre las piedras para apagar las llamas, mientras clamaba por un auxilio que nadie le prestaba. Las bestias estaban más preocupadas porque se incendiaba la casa y entonces se aplicaban a apagar aquel fuego. Nicolás Lorenzo Sosa, ayudado por uno solo de sus amigos, un chico de su edad que se habrá horrorizado de su propia participación, llegó en horrible estado al hospital del pueblo. Eran casi las dos de la mañana cuando le avisaron a su madre, Alejandra Genovesio, una maestra jardinera muy querida en el pueblo. Al amanecer una ambulancia los llevó a Pico Truncado. De ahí lo derivaron a Comodoro Rivadavia, donde agonizó durante tres días. Después lo llevaron al Instituto del Quemado, en Buenos Aires, donde falleció cuatro días después, el 13 de enero de 1999.

Cuando Alejandra regresó a Los Antiguos con el cadáver de su hijo, ninguno de los responsables mostró signo alguno de arrepentimiento. La mayoría de los amigos de Nicolás Lorenzo Sosa se borró, y el proceso que siguió ha sido -si se lo dice suavemente- cuestionable: al parecer la policía de Los Antiguos permitió que al día siguiente del incendio la casa fuera restaurada por los mismos que la quemaron, con lo que no quedaron huellas. En el sumario parece que no se tomaron en cuenta varios testimonios fundamentales y no declararon todos los participantes. El testimonio del principal testigo del horror -el chico que ayudó a Nicolás Lorenzo Sosa- fue desestimado por ser «demasiado emotivo». El de la madre, que escuchó de labios de su hijo agonizante el relato pormenorizado de los hechos, también fue desestimado «por el vínculo». Y todo terminó -al menos hasta ahora- en el viejo recurso canalla del derecho penal argentino: «falta de méritos».

El 10 de noviembre pasado, al terminar el año escolar, Matías Sosa, de doce años, hermano menor de Nicolás, como escolta de la bandera en su escuela debió asistir al discurso de uno de los asesinos de su hermano que, en nombre de una comisión de padres, disertó sobre los valores argentinos en la celebración escolar del día de la tradición.

El 13 de enero pasado, al cumplirse un año del brutal asesinato de Nicolás Lorenzo Sosa, luego de una misa se hizo una Marcha de Silencio en la placita de Los Antiguos. No hubo más de 30 personas «porque aquí tenemos mucho miedo y estamos demasiado solos y desprotegidos», me cuenta una amiga de Alejandra Genovesio. ¿Las razones del miedo? Varios de los protagonistas de aquel «festejo» eran y son empleados municipales. Y al parecer algunos de sus abogados serían los mismos que asesoraban a la intendencia hasta diciembre pasado. Y todos saben que uno de los cabecillas de la «broma que terminó en accidente» (tal la versión oficial) es un conocido ñoqui y puntero político local. Se dice también que hay algún diputado provincial que se ocupó de tapar el asunto. Y que la jueza interviniente, de la ciudad de Las Heras, ni siquiera fue a Los Antiguos y no aceptó la reconstrucción del hecho. Y se habla también del aparente noviazgo de la jueza con un alto funcionario del gobierno santacruceño. Me atiborran de habladurías, chismes de pueblo, especies de difícil comprobación, falta de pruebas, denuncias sotto voce.

Pero el miedo, ah, el miedo es legítimo, palpable.

-Mi hijo no falleció ni murió en un accidente -dice Alejandra Genovesio-. A mi hijo lo mataron. Por más que digan que no hubo intención y que se les fue de las manos, yo quiero que alguien pague por su vida.

Es la Argentina de la impunidad, también en la Patagonia. Hasta que alguien empieza a resistir. Hoy son sólo 30. Mañana serán muchos más.

-Recuerde Catamarca -le digo- y no baje los brazos. No está sola.

Me mira con sus ojos claros, aguados de llanto, infinitamente tristes.

-¿Le parece, realmente? -me interroga desde el fondo de su corazón herido.

Y yo no tengo la respuesta que quisiera. La verdad es que no la tengo.

Fuente: Diario Informados – 14 de enero de 2021.

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